Amante como soy de la Historia, cuando supe la edición del libro “RELATOS DE ANTAÑO”, traté de adquirir en seguida. Pero la edición había sido de pocos ejemplares y ya estuvo agotada. Quería saber si el libro contenía los relatos que me contaban mis padres, mis abuelos y mi bisabuelita paterna, cuando yo era niño.
Es lógico que sentí frustración al no poder adquirir el libro. Sin embargo, aunque no tengo suerte para ganar la lotería, sí la tengo para leer buenos libros. Y es así como, de parte de un familiar cercano de la autora, obtuve prestado el libro referido. Es un libro en la pasta con una niña en un columpio, y esto me recuerda el juego que teníamos antes, para divertirnos en nuestra niñez. Y claro que el libro contiene datos que mis antepasados me contaban al atardecer o después de la merienda.
El escenario central es la Ciudad de Cuenca, en la primera mitad Siglo XX. Cuando todavía “era una ciudad pequeña, conventual, devota, casta, pacífica, donde todo lo que se oponía a los principios de dignidad, moralidad, honestidad, castidad y otros, era considerado pecaminoso”.
Pero sin embargo de estos principios, existían tres clases sociales: los señores, los cholos y los indios.
Señores eran los descendientes de “esclarecidas familias españolas que llegaron a Cuenca a fines de la Colonia, intervinieron en las luchas libertarias y conservaban su tradicional hidalguía”. También eran los descendientes de judíos sefarditas y otros de origen desconocido, que se habían ubicado mediante el matrimonio dentro de las familias “de sociedad”. Los señores vestían “terno de casimir inglés, camisa de seda o algodón, con pechera, cuello y puños bien almidonados, chaleco atravesado por leontinas de oro, reloj Waltham de oro en el bolsillo derecho del chaleco, corbata de seda, alfiler de corbata en oro y piedras preciosas o perlas, broches de oro en los puños de las camisas, grueso anillo de oro con el escudo de la familia (…) y el aro de matrimonio o de compromiso; y a veces, según la ocasión, polainas. El sobrero de fieltro y el bastón eran acompañantes infaltables de todo caballero mayor de veinte años. Para la noche eran indispensables la bufanda de fina seda blanca, los guantes de cabritilla o de previl o de gamuza y el abrigo de lana inglesa o la capa talar forrada de seda.”
En cambio las damas, “hasta la pubertad, usaban ropa de vistosos colores”; y después “vestían terribles faldas talares de casimir negro, medias de gruesa lana negra, zapatos negros de cordón, y una manta negra de lana que les cubría toda la cabeza y dejaba a la vista solo la cara(…). Rara vez se les veían las manos, a no ser que quisieran mostrar alguna sortija o el aro de matrimonio”.
Estas eran las maneras de vestir de los hombres y las mujeres de la primera clase social. Y respecto a la educación, si no querían ser sacerdotes, los varones ingresaban en el Colegio Benigno Malo; caso contrario, en el Seminario San Luis Gonzaga. También se los enviaba a estudiar fuera de Cuenca, para que sean Jesuitas, Redentoristas o Hermanos de La Salle. Algunos bachilleres continuaban sus estudios en la Universidad de Cuenca, para ser abogados o médicos.
Las mujeres, en cambio, “rara vez terminaban la educación primara, y si lo hacían, eran destinadas a aprender corte, confección y bordado, tejidos, cocina y otras labores manuales. Pocas lograban estudiar música y un poco de literatura, y sin embargo, muchas lograron ser excelentes poetisas, cantantes, compositoras, todo dentro de los límites de la familia, y cuando más, de la ciudad”.
En las relaciones de pareja, obvio que existían encuentros prematrimoniales y extramatrimoniales; “pero se disimulaban bien. No era asunto de no pecar, sino de no dejarlo saber. Había más hipocresía y disimulo que verdadera virtud”.
Las jóvenes, casi “todas se casaban al salir de la pubertad, o se metían a monjas, y las que no lo hacían, eran llamadas “perchas”. La soltería prolongada era considerada un fracaso personal y familiar, hasta que la dama se acercaba a la cuarentena; entonces se consideraba una virtud, por la entrega de la virginidad al servicio del Señor”.
Mientras así era la vida de la clase social de los llamados “señores”, los cholos y los indios “casi siempre eran analfabetos. Para ellos la escuela y el colegio eran privilegios de muy pocos, y casi siempre gracias a los patrones”.
Los cholos formaban la clase social llamada cholería, “integrada por mestizos y mulatos destinados a la servidumbre, la agricultura, las artesanías”.
“Los cholos vestían ternos de casinete, camisa abierta, sin corbata, sombrero de paja; si eran artesanos, comerciantes o músicos. Algunos completaban el traje con un poncho blanco de algodón con rayas negras verticales, que llevaban doblado al hombro”.
Por su lado, las “cholas vestían hermosa pollera bordada, bolsicón de lana con alforzas y “barrederas” de pasamanería, polca bordada y adornada con brillante chaquira, “candongas” de oro (aretes), zapatos de charol y medias de seda, más el paño de macana, el rebozo de lana y el infaltable sombrero de paja”.
Por su parte, los “indios andaban descalzos, en cotona y pantalón de estameña, sombrero de paja o de fieltro macerado a mano y poncho de lana. Las indias vestían varias polleras, una blusa bordada y un paño de lana sobre los hombros, la “lliclla”, sostenida por un grueso alfiler de oro o de plata, muy elaborado, el “tupuc”, y sombrero de fieltro hecho a mano”.
También eran desiguales las residencias donde vivían estas tres clases sociales. Los señores y los cholos residían en la ciudad. Los indios residían en el campo. Los cholos trabajaban de artesanos, pulperos y fonderos o “comideros”. Vivían en el taller, en la tienda o en la fonda; junto con su familia y sus animales domésticos.
Los indios vivían en las haciendas de sus patrones, habitaban en chozas de adobe y cubierta de paja o de teja, “piso de tierra, fogón de leña en un rincón y ningún servicio básico”; eran peones o huasicamas, haciendo de cuidadores, guardianes y servidores de sus patrones. Salían a la ciudad sólo para vender algunos productos, o trayendo los caballos que necesitan sus patrones para ir a las haciendas por vacaciones, o por siembras, deshierbas y cosechas
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